Era nueve de junio y ya deseaba con
todas mis fuerzas que terminara aquel año aciago. Aquella era la idea que
rebotaba en mi mente al salir del centro
de salud de mi localidad, todavía aturdido por la noticia. En marzo, Soraya, mi
novia me había dejado y ahora me fulminaba aquel diagnóstico perpetuo:
diabetes. Sí, ya sé que no era el fin del mundo, pero no dejaba de ser un
mazazo; maldita la gracia que te dijesen que tienes una enfermedad crónica, que
vas a tener que pincharte con insulina un par de veces al día y vigilar lo que
comes, quitarte los dulces y que nunca, nunca jamás, podrás volver a vivir con
la despreocupación con que lo hacías. Creo –si me permitís abusar de la
autoindulgencia- que fue inevitable que cayese en una depresión. En ocasiones la
vida se pone cabrona y parece querer aplastarte.
Pensé mucho en Soraya a lo largo de
aquellas jornadas de desesperanza. Supongo que tan sólo hay una cosa peor a que
te abandonen, que lo hagan cuando todavía sigues enamorado de tu pareja. Ella
se lío con su jefe, circunstancia que lo hacía todo para mí aún más hiriente
por lo que tenía de lugar común. Yo pensaba que Soraya sobresalía por encima de
la gente, que anteponía los sentimientos y sus valores a lo material. Enterarme
que ella había despreciado mi amor por la quincalla de la renta que un jefe
vanidoso podía proporcionarle, que se había dejado seducir por la erótica de un
poder mezquino de oficina, por el dios menor del estatus y el fetichismo del
ascenso social; todo ello, me revolvió el estómago. Me equivoqué, Soraya no era
diferente, su comportamiento tenía el rostro de las multitudes zafias; tuvo su
oportunidad y la aprovechó sin titubeos, sacó a pasear una ética gregaria y
acomodaticia y convirtió a su novio en alguien desechable.
Sostienen los pesimistas que cuando ves
luz al final del túnel se trata de un tren mercancías que se dirige hacia ti a
toda velocidad para rematarte. Pero lo cierto es que cuando se ha tocado fondo
no quedan más salidas que sucumbir o enderezarse.
Deambulaba por el parque, una tarde,
cuando una pedigüeña, sin dirigirme palabra alguna, tomó mi brazo con ademán
enérgico y escudriñó la palma de mi mano antes de que yo pudiera oponerme. “Ha
recibido dos golpes. Pero lo que sucede conviene”, auguró con acento eslavo. Me sorprendió su
vaticinio y durante unos segundos me
quedé anonadado. Recuerdo haberle entregado, con gesto mecánico, las monedas
que llevaba en el bolsillo y, algo más tarde, sentirme asombrado y enojado a la
vez. En una concesión al pensamiento mágico consideré si aquella mujer de
aspecto casi harapiento podía haberme leído el alma en los surcos de mi mano.
Y, si era así, ¿realmente lo que sucede conviene? ¿No hay mal que por bien no
venga? Odiaba aquel refrán bandera de los fatalistas y los desgraciados, consuelo
de los tontos. Tras devanarme la sesera con pensamientos semejantes, decidí
enviar un mensaje a mi amiga Carol; en aquellos momentos necesitaba hablar con
alguien.
Me cité con Carol en la terraza de un
bar situado en el mismo parque, cerca de la glorieta y con vistas al estanque.
Un par de cisnes vagaban sobre las aguas derrochando una elegancia que sólo se encuentra en la
naturaleza. Las hojas derribadas por el
otoño tapizaban los senderos de grava y, de tanto en tanto, la mano invisible
de la brisa las alzaba y jugaba caprichosamente con ellas. Carol llegó con
aquella luz en la sonrisa que solía acompañarle subrayando su presencia rubia y
clara. Le conté lo bajo que todavía estaba de ánimos, reedité el recuerdo
candente de Soraya y le narré aquel
extraño y incidente con la quiromántica. Carol se quedó mirándome muy seria
desde el fondo de sus inmensos ojos verdes y me dijo que ya estaba bien de
autocompadecerme, que era hora de tirar para adelante. Me dolieron sus
palabras, pero me ayudaron.
Mi amiga tenía razón, la vida está llena
de desgracias e injusticias, pero superarlas es vencerlas. Y aunque en
ocasiones me sentía enfermo de soledad y sin fuerzas para recuperar mi vida, la
idea de que debía hacerlo se fue imponiendo en mi conciencia. Debía dejar atrás
aquel periodo amargo.
La víspera del día de Todos los Santos
entré por vez primer en la herboristería de mi barrio. Con anterioridad me
había detenido muchas veces frente a su vitrina seducido por las fragancias
densas que despedía la tienda, pero no fue hasta ese día en que crucé su
umbral. Me sorprendió encontrarme con una chica joven y bonita. Tenía la idea
de que las herboristerías eran regentadas siempre por señoras mayores con los
cabellos teñidos con colores que la naturaleza no ofrece, equipadas con ideas
extravagantes acerca de la salud y una palpable inclinación al esoterismo. Le
pedí doscientos gramos de hojas de stevia y ella me las sirvió con una sonrisa
encantadora.
Me convertí en un cliente asiduo de la
herboristería. Compraba más stevia de la que consumía con tal de poderme
regalar con las sonrisas de Isabel, que así se llamaba la dependienta. Y aunque
su belleza era serena y, para nada
despampanante, y era bajita y menuda, empecé a considerar que era la mujer más
hermosa del mundo. Me hechizaba su dulzura, su calidez y lo buena persona que
se adivinaba, sobre todo, cuando asesoraba, con una paciencia tenaz y
compasiva, a las viejas seniles que tenía por clientas. Sí, me estaba
enamorando de ella, pero mi timidez congénita me impedía hacérselo saber más
allá de corresponderle en las sonrisas. Cuando regresaba a mi casa, con mi
pedido de hojas resguardado en el consabido paquetito de papel de estraza,
envuelto con sus manos delicadas y diligentes, me reprochaba a mí mismo que me comportara
como un colegial lelo: “¿Ya te cuelas por una chica y fantaseas con su amor,
simplemente porque es amable contigo y te sonríe? ¿Qué será lo próximo,
enamorarte de la cajera del supermercado? ¡Seguro que tiene novio!”, me decía
para apartarla de mi pensamiento, tarea imposible.