El
hombre levanta la vista de los pliegos que sostiene. Le envuelve la celda
mugrienta de muros de revoque roído. En las paredes, escritas con caligrafía
grotesca; obscenidades, juramentos y blasfemias y largas cuentas garabateadas
por reos anónimos que consignan los días que les restan de condena. A veces, en
el ocaso, el paseo de una cucaracha sobre los muros quiebra la monotonía. Todo
es tan mezquino que hasta la luz que se filtra por el ventanuco parece impura.
El hombre halla un regusto amargo de repetición en la miseria que le rodea.
Otra pena más, un presidio distinto y una celda semejante.
Tiene cincuenta años, está cansado y
vuelve a estar preso. Unas cuentas turbias con el fisco le han conducido a
prisión. Él, que sirvió al Rey con gallardía, que fue herido y mutilado en el
combate contra el turco, secuestrado por piratas, cautivo en Argel; recibe el
presidio por pago a sus servicios,.
El hombre se saca del jubón raído la
carta que le ha dirigido el Rey en respuesta a su segunda petición solicitando
un cargo en las Indias. El billete es de hace quince años y está casi deshecho,
lo relee: “Busque por acá en qué se le haga
merced”, le responde el monarca, el dueño del mundo.
El hombre, que siempre ha
colocado el honor por delante del dinero, creía que el que resiste vence y que
incluso los que sucumben son dignos de elogio si lo hacen con honra como lo
hicieron los hijos de Numancia. Sin embargo, se siente, en la hora triste del
desamparo, ahíto de amargura, vencido sin remedio, más versado en desdichas que
en versos. Sus ideales de juventud yacen
malheridos víctimas de la violencia de la vida. La ingratitud, la mezquindad,
las envidias, toda la coalición de miserias de su injusta España le han
desangrado el alma. La patria entera es un inmenso solar cuyos muros se
desmoronan. Pícaros que sobreviven gracias al engaño, hidalgos empobrecidos,
conversos marginados, caravanas de presos enviados a galeras; miserables,
desheredados; hambre, injusticia, enfermedad, piojos y chinches. Mientras los
nobles y los burgueses de cuellos engolados, enriquecidos y soberbios, observan
y desprecian a la plebe que bulle y sufre en su penar diario. No hay en que
creer, ni siquiera en una Iglesia tan descorazonadora como profana en sus
prácticas, aunque se engalane con un ramillete de santos, místicos y ascetas.
España martillo de herejes. Qué importa que los galeones arriben de las Indias
cargados de oro y plata, nunca será bastante para saciar la codicia de los
poderosos y las deudas contraídas, el país es un pozo de corrupción sin fondo.
El
hombre permanece solo en el calabozo sabiendo que pronto arrojarán otro reo a
su celda, otro convicto culpable de pobreza y de hambre. Hace dos días murió en
sus brazos un joven, apenas un chiquillo, cuyo nombre era Alonso Quijano,
condenado por sustraer un puerco de la finca de un marqués, con el propósito de
alimentar a sus padres enfermos. El desgraciado falleció a causa de alguna
enfermedad pulmonar. Su respiración era un silbido hondo, prolongado y macabro,
interrumpida por esputos de sangre. Los presos veteranos saben que no conviene
demorarse en los duelos, así que Don Miguel ha aprovechado su efímera soledad
para pergeñar unas líneas de una novela que ha engendrado mientras purga su
pena en la Cárcel Real de Sevilla.
¿Por
qué escribir? se pregunta el autor. ¿Acaso emborronar unos cuantos papeles
puede devolverle la libertad y restituir su buen nombre mancillado por la
condena? Escribir porque es lo único que le sosiega frente a las adversidades
de la vida. Él, que se le ha dado contemplar más de un exorcismo, compara el
acto de escribir con expulsar sus propios demonios. Escribir es lo único a lo
que puede aferrarse para no capitular.
Escribir.
Todavía aspira a conseguir un magro salario con sus letras, así que sus
historias han de gustar al público. La visión que se reitera en su imaginación
desde hace semanas, como un sueño recurrente, es la de un personaje, un hombre
de su misma edad, un hidalgo cincuentón devoto de los libros de caballería que
se pasa las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio,
y que así, del poco dormir y del mucho
leer, se le ha secado el cerebro y ha perdido el juicio hasta el punto de
creerse –bajo el resplandor de la lumbre de su locura- caballero andante. La idea es simple: poner en aborrecimiento de
los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballería.
Esa literatura amada por el vulgo, esos librotes manoseados que ha hojeado y
leído gracias a la cortesía de algún comensal mientras aguardaba a que le
sirvieran la cena en rudos mesones. Será una novela humorística. Un loco que
recorre la Mancha disfrazado de caballero a lomos de un viejo rocín, asistido
por un fiel, simple, glotón y prosaico escudero. Don Quijote, que es el nombre
que adoptará el protagonista de su novela para acometer sus hazañas, también
conocido como el Caballero de la Triste Figura, se hará armar en la orden de la
caballería en una venta que él confunde con un castillo, batallará contra
molinos a los que tomará por gigantes y se prestará a desfacer entuertos
siguiendo el código de honor de los caballeros, no consiguiendo otra cosa que
el ser apaleado en numerosas peripecias. También rendirá culto a su amada:
Aldonza Lorenzo, una moza con la mejor mano de la Mancha a la hora de salar
cerdos, a la que toma por poco menos que por una princesa y a la que
rebautizará con el sonoro nombre de Dulcinea del Toboso.
Como
una criatura gigantesca, una araña que desenvuelve un inmenso hilo, el hidalgo
cabalga y lo que se va cociendo en la imaginación del escribiente comienza a
trascender la simple chanza y la ocurrente parodia. El autor va comprendiendo
las posibilidades y el alcance del argumento que hilvana. Los ideales
caballerescos de Don Quijote, su derroche de valor, sentido de la justicia y
culto a la belleza, se estrellarán contra la realidad bronca e ingrata,
levantando un auto de fe en el que arderán todos los vicios de su época. ¡Cuán
extraña ventura hallar virtud en la derrota, descubrir heroísmo en el fracaso!
Don Quijote crece a medida en que el autor labra su obra. Y el loco hace de su
desvarío un alegato de lucidez extrema, por lo que el hidalgo se agiganta hasta
representar lo más generoso e íntegro del ser humano. Y es así como Don Miguel
de Cervantes y Saavedra comprende, en la penuria de su celda, que él es también
Don Quijote de la Mancha; ligados ambos, autor y personaje, cuerdo y loco, por
una relación paterno filial, uncidos por el yugo de una misma derrota.
El
ocaso embadurna de tinieblas la mazmorra. Cervantes reniega y enciende una
vela; suspira, moja la pluma en el tintero y escribe: En un lugar de la Mancha…
(Este relato quedó finalista en el V Concurso de Relato Breve de Cornellá).